Cuenta la leyenda que la hermosa Helena de Troya tenía un talismán secreto para potenciar su belleza: una piedra zafiro estrellado, enorme y perfecta, que la habría hecho irresistible a los ojos de Paris.
Un zafiro piedra preciosa habría sido, de esta forma, responsable del rapto, la guerra y el poema épico más famosos de la Antigüedad Clásica. Porque ya en aquellos tiempos producía fascinación esta gema, prima hermana de la piedra rubí. Las dos comparten origen, el corindón, la “piedra dura”, según su etimología en sánscrito.
En el caso del zafiro, en este mineral se han filtrado óxidos de hierro y titanio; su pariente rojo debe su color al óxido de cromo. Aunque la coloración más conocida y apreciada del zafiro es de un azul intenso, lo cierto es que con este nombre se conoce a los corindones de múltiples tonalidades, del rosa al amarillo pasando por los de una transparencia casi total.
Uno de sus principales atractivos es el carácter único de cada una de las piezas. Es raro, rarísimo, encontrar zafiros puros de grandes proporciones: es el tamaño de esta piedra el que determina en qué forma se tallará.
Cada peidra zafiro tiene, además, sus particulares “marcas de nacimiento” que la hacen original e inconfundible y permiten que un ojo experto pueda determinar de qué yacimiento proceden y en qué tipo de joyas con piedras preciosas encaja mejor.
De todas estas historias resuenan ecos aún hoy. El zafiro, el segundo mineral más duro después del diamante, sigue hechizando a las personas.
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